Recuerdo
el día que el dolor me corrompió. Que todo cambió en mi interior, como mi mente
se nublaba y mi mirada perdía parte de su luz. Recuerdo como el dolor se
extendía por mi cuerpo y buscaba una vía de escape a través de las lágrimas de
mis ojos. Aún así, él seguiría dentro de mí, meciéndose en cada recoveco
inundando cada poro de piel para que no me olvidara nunca de lo que suponía
tener una herida congelada en tu alma.
El
dolor fue el autor de actos que yo nunca antes hubiera cometido sin haberle
conocido a él, en su magnitud y en su oscuridad. Comencé a darle a la botella
para olvidar el aroma de su pelo, a fumar para no recordar el brillo de su
sonrisa y a transformarme en una débil Pantera para combatir la soledad de las
noches. Me corrompí, me corrompió. Empecé a romper todo aquello que tocaba
y a rememorar todos los momentos en los que le fallé a alguien durante mi vida.
El
dolor me destrozó, me remodeló los engranajes y me oxidó las neuronas. Perdí
principios y gané nuevas perspectivas que me sirvieran para encontrar otras
formas de evadirme de su ausencia y de recordar que lo único que quería, era lo
único que había perdido para siempre. Fue entonces, cuando lo noté. Cuando una
noche mientras subía las escaleras de mi casa, caí en la cuenta de aquello y
pensé: Me corrompió, cual virus infeccioso se apoderó de mí y parece que no
volverá a soltarme nunca más. Suspiré después de aquel pensamiento y me
estremecí, sencillamente advertí que el dolor siempre se quedaría junto a mí,
en mayor o menor medida, pero siempre estaría allí.
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