Sigiloso como cualquier víbora, entra por los
resquicios de los hogares. Se cuela por debajo de las puertas cual fantasma del
pasado, pero con etiqueta de futuro. Destroza todo lo que se encuentra a su
paso: niños, mujeres, hombres, ancianos, adolescentes e incluso animales. No es
racista, ni entiende de edad o sexo. No le importa tu situación económica, ni
si tienes que cuidar a una familia. Menos aún que seas una buena persona o
luches por hacer justicia en el mundo. Es más, cuanto más puro sea tu corazón,
más se cebará contigo.
Se pasea a sus anchas por aquellos lugares que
conquista, se desplaza con rapidez y no entiende de atascos. No necesita volar,
pues toma cualquier vía sin permiso y acampa donde más le apetece. Tampoco
avisa, entra, roba, mata y se marcha. No entiende de sentimientos, emociones o
sueños. Te arranca aquello que más ansías y te deja desnudo y sin fuerzas. Te
roba la sangre, el oxígeno, el cabello e incluso la piel. Nada, no te deja
nada.
Pasan los días, los meses, los años. Y sigue en
silencio, expandiéndose por tu hogar, moviendo todo de aquí para allá,
robándote tu felicidad y tus alegrías. Te obliga a luchar y te recuerda el amor
que sientes por los demás. Te desespera, golpea, rompe, acecha, vigila, espía.
No avisa, simplemente sigue en su escondite donde no es visto en ocasiones. Y
si lo es, perdura de todos modos. No tiene intención de abandonar su situación
de okupa.
Finalmente, el tiempo trascurre, y poco a poco tu
casa se ha hecho añicos. Los cimientos están resquebrajados, los pilares
derribados, el color de las paredes se vuelve pálido, el suelo está desnudo y
el tejado se te ha caído encima. Te ha cortado la luz, ya no brillas. Te ha
arrebatado aquello que más querías: tu vida.
Maldito, maldito cáncer.
Que roba sueños y destroza vidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario